Educando con Ori
Todo empieza cuando casualmente compré el videojuego “Ori y el Bosque Ciego” (Ori and the Blind Forest). Lo compré en Steam, durante sus rebajas veraniegas, esas que te convierten en un acaparador compulsivo. Vi la posibilidad de jugar con mis hijos, me pareció muy atractivo visualmente y me fié de las opiniones, que lo dejan altísimo. De todas maneras ya sospechaba que sería un juego para auténticos gamers, algo que yo tengo claro que no soy.
Si eres un gamer, ya sabes a lo que me refiero. Si no, no estará de más que intente definir gamer. Los gamers son personas que se caracterizan por necesitar jugar a juegos por el desafío, para darse el placer de superarse a sí mismos (o a otros), y cuanto mayor es el desafío, mayor la satisfacción que obtienen al final. No hay tantas personas así, en realidad. La mayoría abandonamos antes. Los gamers son muy persistentes, y tienen una fuerza de voluntad bestial. Aquí también entra el tema del interés, los gamers también suelen ser gente muy pasional y a la que le gustan los mundos fantásticos o se encariñan más fácilmente con personajes que salen en una pantalla. La cuestión es que no me considero muy gamer, porque la fantasía no me atrae excesivamente, pero especialmente porque la persistencia en mí es normalita, más bien tirando a baja.
Así que me tiré a la piscina y un día le propuse a Enric, mi hijo de 7 años, jugar a Ori juntos y ver qué tal nos espabilábamos. Enric había estado jugando a Minecraft por su cuenta y también nos habíamos pasado juntos Rime dos semanas antes (qué juego tan precioso1). Mi idea detrás de todo esto es siempre, en esencia, que si Enric juega a juegos, no juegue solo y sin control. Que lo haga conmigo. Así puedo buscar juegos que me parecen buenos para él, y a la vez que me interesen a mí también. Si no lo hago así, le tendría que dejar el tablet. O aguantar el hecho de que se aburra y el mundo digital le llame como la heroína, bastante insostenible. Y tal como están las cosas en el App Store, y vistos los juegos de tablet que le recomiendan, si se lo dejo así sin más, sería como si a mí de pequeño me hubieran dejado entrar en una sala de máquinas tragaperras sin vigilancia y con una pila de monedas de 25 pesetas.
Total que abrimos el Ori, y de entrada ya me pone el menú ese de: 1) fácil, 2) medio, 3) difícil, y 4) una vida. Oliéndome el percal, escojo directamente la versión fácil. Al principio Ori es como una película y va explicando una historia con bonitas imágenes (vaya artistas los de Moon Studios), hasta que la cosa empieza, y te encuentras a Ori y tienes que empezar a moverte, saltar y coger cosas. El tutorial del juego te va introduciendo cada cosita y es bastante asequible. En esta fase íbamos compartiendo el mando de la Xbox (que uso en un Steam Link que tengo en el comedor), e íbamos avanzando. Cuando Enric se sentía valiente, me pedía el mando y cuando veía que le angustiaba alguna parte, me lo pasaba a mí para que lo intentase yo. El juego tiene una cosa buena, que es que te permite salvar la partida en puntos que tu escoges dentro del mapa. Y si una zona es un poco más complicada, grabas justo antes y así la puedes intentar sabiendo que si mueres, volverás a reaparecer allí mismo.
Pero claro, Ori es un juego largo y el mundo es enorme, y llegan momentos donde realmente debes sacar el gamer que llevas dentro. Yo me rebusqué por todos los rincones y no encontré ningún gamer dentro mío, os lo puedo asegurar. Así que a en estas zonas más complicadas, Enric me pasaba el mando y perplejo me miraba como iba muriendo una y otra vez en secuencia, como en unos fuegos artificiales macabros (Ori, al morir, explota en mil pedazos). Y estas muertes, pese a que “solo es un juego”, se te clavan en la mente como pequeños aguijones. Aunque Enric me animaba también lo debía sentir porque apartaba la cara o se la tapaba con las manos. Pero al hacer solo de espectador, empezó a “comentar” mi estilo de juego con frases como: “Pero aprieta antes el botón de saltar!”, “Fíjate como tira las bolitas el bicho ese!”, “Salta, salta, salta!!”, “Aahooraa!!”. Ninguna de éstas ayudó en absoluto, más bien aumentó mi nivel de estrés aún más. Yo ya veía que la cosa no iba por buen camino, porque estábamos todos más tensos que las cuerdas de un contrabajo (incluida mi hija Ada, de 4 años, que nos miraba tirada en el sofá). Jugar al Ori estaba pasando de entretenimiendo a calvario. Creo que Enric entendió que yo no tenía experiencia y le dije que me ponía nervioso con la presión, y eso me hacía fallar mucho más.
Y así llegamos al punto de inflexión: la zona del Árbol Ginso. Es una serie de pantallas que van subiendo, y gran parte de la dificultad reside en que sepas saltar en el aire, al menos al principio (el resto ni idea, no hemos llegado aún!). También hay unos tubos iluminados que te teletransportan de un lado a otro, y se combinan con las otras dificultades. Lo empecé yo, porque Enric veía claramente que no podría hacerlo él. De entrada gasté como 10 minutos en una pantalla donde hay que ir saltando de plataforma en plataforma hacia arriba. El problema es que cada una de ellas tiene un bicho que las va rodeando, así que eso impone un ritmo a los saltos y debes tener precisión y mucha sangre fría. Justo al final debes hacer un salto calculado y si lo fallas, a volver a empezar.
En fin. Primero le metí 15 minutos, luego 30, luego 40, luego 50… Después de tanto rato estaba cansado y ya iba saltando un poco al azar, fallando demasiado. Me podía morir 3 veces seguidas en 10 segundos pero volvía a ello, como si fuera un zombie. Lo que es curioso es que Enric tiene tanto interés por el juego que no se fue, se quedó, y estuvo mirando todo el rato, cosa que anoté mentalmente. Y, ya no sé ni cuánto tiempo había pasado, que al final me harté, y tuve que abandonar con amargura, convencido de haber perdido el tiempo porque Enric no había jugado nada, y el desánimo no solo era mío, sino de toda la casa. Fue un esfuerzo monumental, y se vio claro lo que me había costado el intento, y también quedó claro el fracaso. En el momento reconozco que no sé porqué me piqué cuando en realidad ya no me estaba gustando nada, era una forma de abandonarme un poco extraña, seguir por seguir. Todo esto Enric lo vio desde la primera fila.
Pero precisamente porque seguí, que ahora os puedo contar algo que me parece muy interesante. Y es que al día siguiente nos volvimos a poner con el Ori, y yo no le tenía muchas ganas. No quería pasarlo mal otra vez, francamente. Y ocurrió algo increíble. Lo abrimos en el mismo punto donde estábamos, y solo empezar, mi intuición y facilidad para saltar ya era otra. Movimientos que el día anterior me costaban mucho esfuerzo y aún así fallaba una de cada tres veces, ahora los hacía sin pensar, y encima estaba tranquilo. Enric se dió cuenta enseguida, y me empezó a animar. Empecé a superar mucho más fácilmente las plataformas e incluso a quedarme tranquilamente en una, y simplemente saltar el bicho que la iba rodeando, por el placer de ver que podía hacerlo 20 veces seguidas. De hecho Enric estaba impaciente y quería que siguiese subiendo, pero yo me quería preparar bien. Y en algo así como 10 minutos, estaba arriba. Enric soltó tal grito de júbilo que incluso mi mujer tuvo que venir a ver qué había pasado. Un triunfo directo.
Creo que la lección era perfecta, nítida y transparente:
-
El día anterior había dedicado más de una hora intentando algo repetidamente que al final no me salió en absoluto, dejándome totalmente abatido y con ganas de abandonar.
-
Ahora lo consigo con mucha facilidad.
Comenté ambos puntos con Enric, haciendo incapié en el esfuerzo que había puesto, y lo fácil que parecía ahora. Los que sois padres ya sabéis que esto de pontificar lo hacemos mucho, para no dejar perder esas escasas “oportunidades educativas”.
En realidad debo reconocer que, pese a que “solo es un juego”, el triunfo a mí me animó mucho. Y viví en mi piel la relación clara entre haberme esforzado y que luego mis habilidades hubieran cambiado mágicamente. Cuando era pequeño, abandonaba los juegos con facilidad, aún lo hago. Diría incluso que no es solo con los juegos, abandono las cosas con facilidad, mucha gente lo hace. Mis estudiantes, sin ir más lejos. Quizás también es verdad que mis padres no me dejaban jugar mucho rato seguido, o así lo recuerdo. Pero aunque hubiese tenido todo el tiempo del mundo, dudo que me hubiese acabado ningún juego. Y cuando lo piensas, la diferencia entre abandonar o seguir un poco más no es tan grande. Al abandonar descartas todo el trabajo acumulado, porque decides que no harás eso nunca más. Cierras la puerta. Persistir es dedicar un poco más de tiempo cuando las cosas van mal, o simplemente dejarlo aceptando que hoy no es un buen día y que ya lo retomarás al día siguiente. Pero persistiendo asumes que quizás cuando te vuelvas a poner se habrá producido el clic mágico que te hace más bueno gratis. Dejas la puerta abierta. Y por eso mi pequeño triunfo en Ori me hizo pensar, porque cuando ves tan clara la relación entre el esfuerzo y los resultados, tu percepción sobre futuras situaciones que requieran persistencia cambiará, te acordarás de cómo lo hiciste y serás más optimista.
Y entonces até cabos y me di cuenta de que Ori en realidad es la máquina perfecta para entrenar la persistencia, precisamente para los “no-gamers”. Mi hijo Enric, en el colegio, se enfrenta a situaciones que requieren persistencia: leer, escribir, hacer sumas, restas, etc. Son cosas en las que hay que invertir mucho tiempo y esfuerzo, y salen mal durante años. Pero aunque luego los frutos van saliendo, el problema es que las actividades del colegio no son muy “gratificantes”, a no ser que seas del perfil académico. En Ori, por el contrario, la recompensa es el juego en sí. Está tan bien hecho que quieres vivir ahí, es un regalo visual. Y Enric es un niño muy visual. Así que en Ori, el objetivo, que es llegar al final, implica un entrenamiento a fondo para poder superar el juego. En sí mismo el entrenamiento no es muy útil para la vida real (como sí lo es la lecto-escritura2). Pero de fondo hay el tema de la persistencia, de clarificar cómo funciona la ecuación del tiempo dedicado y los resultados obtenidos durante ese entrenamiento, darse cuenta de cuál es tu equilibrio. Y más si tienes a álguien detrás, que te hace de entrenador, te consuela cuando las cosas no salen y te recuerda que si sigues, aunque no te lo parezca, al final las cosas acabarán saliendo.
Total, que cogí a Enric y le propuse una nueva forma de jugar. Él solo; desde el principio. De hecho en Ori puedes tener 10 partidas distintas abiertas así que simplemente se trataba de empezar otra (también en modo fácil), dejando aparcada la que teníamos empezada. Yo ya sabía que el juego le encantaba, tenía auténtica motivación. Y ahora ya había visto de qué iba la película. Conocía lo que se le venía encima, había visto claramente lo difícil que era. Pero aceptó, incluso diría que su reacción fue más bien la de “darse cuenta de que había nacido para esto”. Se lo tomó como un reto personal, convencido que que podía llegar muy lejos, sabiendo cómo enfocarlo.
Solo hemos hecho una sesión, de momento, pero con el subidón de empezar por su cuenta ya ha avanzado muchísimo, la cosa tiene auténtico potencial. Al principio le he dejado jugando a solas un rato, pero mi intención es estar con él, interferir lo mínimo posible y estar muy atento al tema de la persistencia, nada más. Usar Ori como un vehículo para poder ver cuándo debes ignorar esas emociones que te llevarían a dejarlo y seguir, aunque sea con pocas ganas, porque la acumulación de la dedicación es tan poderosa que te acaba cambiando por dentro. Yo mismo deberé ser persistente en el papel de entrenador y dedicar tiempo y esfuerzo. Y me váis a llamar iluso, ya lo sé, pero quiero que Enric llegue al final de Ori, ya puedo ver sus dos puños en el aire. Porque así podré usar la frase “como hiciste con el Ori” cuando las cosas se pongan duras, en cualquier tema que nos toque abordar, sabiendo que eso invoca en mi hijo la confianza y la certeza de que metiendo más esfuerzo, las cosas van a salir. Seguro.
Gracias a Enrique Sainz, Òscar Garcia-Panyella, Manuel Fernández, Ángel Mixu, Andreea Munteanu y Eva Lejárcegui por leer y ofrecer sus comentarios sobre la primera versión del texto.